A continuación, compartimos las impresiones que anotó en su diario el científico polaco Ignacio Domeyko, cuando tuvo la oportunidad de conocer el Palmar de Petorca. Es notable que, estando su libro de memorias mayormente poblado de largas descripciones sobre las cualidades geológicas y minerales de los territorios que recorre, se diera el tiempo para describir extensamente las sensaciones que le causó el transitar por esta maravilla natural de la cuenca del río Petorca.
Cuando Domeyko cruza desde Tilama hacia Petorca, en febrero de 1841, en el marco de un viaje que realiza desde Coquimbo a Santiago, no puede dejar de compartir las hondas impresiones que le causa transitar a través del palmar:
“Tras un viaje de seis horas en un día hermoso, pero caluroso, me estoy acercando al eslabón de los altos cerros que separan el departamento de Illapel del de Petorca. El camino asciende abrupto hasta el lomaje rocoso llamado Cuesta de las Palmas […] Por fin estamos llegando a la cumbre; ya nos cosquillea el leve soplo de un viento caliente. Del otro lado de la montaña se percibe un singular susurro y una tras otra van asomando tras las rocas las despeinadas cabezas de las palmas.
¡Qué vista más encantadora y sorprendente! Por toda la estribación suroeste de esta montaña se descubre un inmenso bosque, como jamás vi otro igual: es un bosque de palmas, al amparo de cuya sombra vamos descendiendo lentamente por el otro lado.
Los espléndidos árboles comenzaron a refrescarnos con sus abanicos de hojas, su canto no es como el de nuestras selvas [de Polonia] que más se asemeja al rezo de muchedumbres musitado en una gran iglesia que al susurro suspendido sobre la bóveda del océano. Me acordé de los negros y de los morenos brasileños que sacudían las palmeras durante la misa en el domingo de Ramos en Río de Janeiro, cuando pasé por allí en mi viaje a Chile.
La palma chilena [“palma chilijska” en el texto original] (no recuerdo si ya lo dije en otro lugar) es más hermosa que los cocoteros brasileños. Esbelta, de 50 a 60 pies de altura, tiene el tronco negruzco, algo más delgado abajo que a la mitad de la altura, y las hojas de un verde pálido. Los árboles jóvenes o los achaparrados tienen a veces el tronco grueso y poca melena, pero en todos ellos las ramas, o mejor dicho, ciñéndonos a la opinión de los botánicos, las hojas (porque estos árboles, los más importantes entre las monocotiledóneas, carecen de ramas) parte de un solo centro en todas las direcciones, cual rayos del centro de una joya, y al menor soplo del viento tiemblan, susurran y murmuran. Desde este mismo centro crecen las flores y más tarde cárcaras [sic] gruesas, de dos a tres codos de longitud, de las que en otoño se esparcen varias arrobas de pequeños cocos, no más grandes que nuestras nueces.
Junto a las grandes y serias palmas se ven sus hijos, los renuevos, arbustos de hojas de palmera que desde el mismo ras de la tierra crecen en varias direcciones, sin tronco ni tallo, pues hay que esperar lo menos 15 a 20 años para que ese arbusto se transforme en árbol. Mientras tanto, expuesto a servir de pasto a vacas y bueyes, a menudo muere o degenera.
De un modo extraño y encantador se trasluce a través de esas hojas de palma el azul del puro cielo chileno. Abajo, junto al suelo, los arbustos están secos, olorosos y espinudos. Cactos de diversa forma, los unos finos como serpientes se arrastran y pinchan, otros, redondos cual melones, de medio codo de diámetro; a trechos, las altas lormatas adornadas con la parásita flor carmesí; hay también aloes, pauretias con tallos renegridos de varios pies de altura, rematados con una flor pálida, amarilla. A trechos, en las cunetas, el mirto achaparrado con flores blancas, heliotropos, aloes y fucsias.
No dan vida a este bosque ningún ave, excepto el menudo tapatuculo [sic] que corre rápido de piedra en piedra, de un arbusto a otro, cambiando incesantemente su canto y los papagayos que pasan a veces volando o los colibríes de cuellos dorados que revolotean cual mariposas. En el suelo, ni una brizna de césped, hierbas ni fruta; sólo montones de granito blanco, con aspecto de tumbas.
Es digno de atención que en toda la extensión del país, desde los más alejados confines de Atacama hasta el Estrecho de Magallanes, no existe ni hay huella de que haya existido en Chile semejante bosque de palmas; sólo hay éste, de acá, otro más chico en los alrededores de Valparaíso y un tercero, mucho mayor, cincuenta millas más al sur, en Cocalán. Por lo demás, este hermoso árbol chileno sólo se ve raras veces en algunos cerros y valles. Los primeros monjes que llegaban a Chile y fundaban conventos, siempre plantaban palmas delante de la iglesia o en el patio del convento, como símbolo de la duración del templo.
Muchos de estos conventos quedaron clausurados desde la independencia, pero algunas palmeras subsisten. Los ciudadanos y los dueños de los grandes fundos no plantan ni cultivan palmas, debido a que estas crecen muy despacio, necesitan de 60 a 70 años para comenzar a florecer, y la gente contemporánea no gusta trabajar para los demás, ni siquiera para sus propios descendientes, sino sólo para sí mismos. Todos los años talan centenares de esas seculares palmas en los mencionados bosques para extraerles la savia, de la que producen la excelente y saludable miel de palma, similar a nuestro sumo de arce, sólo que entre nosotros se respeta el árbol en tanto que aquí lo cortan, y sus renuevos o las palmeritas chicas que nacen del coco abandonado en la tierra, son consumidas por las reses, lo que permite temer que este espléndido y bello árbol se extinga con el tiempo.
Los monjes y frailes que conquistaban con la espada del evangelio las almas para el cielo, fueron también los primeros agrónomos del país; sembraban para la eternidad. Para ellos, la edad de la palmera era breve. Cuando en los últimos años al intendente de Santiago se le ocurrió la idea de plantar cuatro palmeras en las esquinas de la Plaza Mayor en la capital del país, los rojos, los demagogos contemporáneos, se indignaban diciendo que estamos volviendo a la clerigalla, a los prejuicios medievales.
Desde esta Cuesta de las Palmas parten en dos direcciones opuestas dos anchos valles; el uno hacia Pupido [Pupío] y el otro hacia el sur, a Petorca”.
Domeyko, Ignacio , Mis Viajes (Memorias de un exiliado), Tomo I, pág. 477-479, Ediciones de la Universidad de Chile, Santiago, 1978. Traducción directa del polaco por Mariano Rawicz, de la edición definitiva en tres tomos publicada en 1962, por la Universidad de Cracovia.
Colaboración
Juan Jiménez Úbeda